La ofensa (II)

Por David García-Ramos Gallego, terminado el 29 de marzo de 2016.

Otro de los turiferarios de la nueva izquierda –que precede en todos los sentidos, como dobles miméticos que son, a la nueva derecha que está por venir o que ya estaba aquí, escondida en alguna parte– hablaba hace unas semanas sobre la ofensa: se trata del concejal de cultura Guillermo Zapata. No leo en ninguna parte que se les una, a la concejala Maestre y al concejal, ni en tipos de ofensa, ni en condición de imputados por ofensas (contra víctimas y contra sentimientos religiosos –¿lo religioso como sentimiento?–). Pero aquí, de lo que se trata, es de la ofensa: ambos ofenden –y tanto– a otros que se sienten ofendidos. Bien, pues con la sentencia que archivaba el caso de Guillermo Zapata por tercera vez, veo la ocasión de continuar con mi análisis de la ofensa.

En esta ocasión nos vamos a detener en los derechos. Un derecho es afirmación de algo para un ciudadano: tengo derecho a algo, puedo tenerlo –ya sea ese algo posesión, disfrute, estado o acción–. Pues según la dicha sentencia, tal y como recoge el periodista Javier Ruiz @Ruiz_Noticias:

 NO EXISTE un derecho a NO SER ofendido, dice exactamente, si pinchan el link y leen la sentencia.

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Donald O’Connor a punto de darse de bruces contra la dura realidad en su número Make ‘em laugh del film musical Singing in the rain.

Y esa es la cuestión: si no hay un derecho a no ser ofendido, ¿existe un derecho a ofender? Porque de la doble negación ha de derivarse una afirmación, o eso canta la lógica que se ríe de la gramática de las lenguas. Hablar aquí de fundamentación metafísica de los derechos o de la ofensa misma no me parecería demasiado traído por los pelos, pero que no cunda el pánico: dejaremos las cuestiones metafísicas para otro post. Como corolario de la anterior afirmación –o negación, según ser mire– podríamos afirmar que no existe, tampoco, un derecho a ofender. Si no existe tal derecho, ¿cómo se ve afectada la libertad de expresión? ¿Es menos libre? Muchos semanarios de humor en Europa –y en todo el mundo– juegan precisamente la baza del humor por ofensa. Es tanto así que uno se pregunta si el humor no nace de la frivolización y banalización de la ofensa, si la risa no es siempre un reírnos de la víctima. ¿Cuando nos reímos de Donald O’Connor no estamos ante un resto de la risa nerviosa y desencajada del no he sido yo, ha sido el otro, y me río de sus defectos o marcas que son los que lo señalan como víctima?

No estaría mal recordar al lector que #jesuischarlie, pero que es mejor cuando se ríen de otro. Aprender a reírse de uno mismo es una de las lecciones interesantes que nos da la vida. Pero, ¿y de la ofensa real, de la ofensa que toca el meollo de nuestra identidad? En realidad aquí conviene distinguir dos aspectos: la identidad impuesta (la de las víctimas del terrorismo, de Estado o revolucionario, en España secularmente ofendidas y objeto de chistes muy viejos y malos que el concejal Zapata y otros no hacen más que perpetuar) y la identidad conquistada frente a las presiones sociales. Por ejemplo, hoy en día, la identidad religiosa. Que en épocas pretéritas lo religioso fuera una identidad impuesta y que hoy sea o no conquistada podría ser objeto de discusión. Lo que es indiscutible es que ser cristiano –o responder a la identidad de cualquier otra confesión religiosa, aunque con matices– se esta convirtiendo en algo difícil de lograr. Conquistable por tanto. Requiere un esfuerzo por parte del que suscribe tal o cual identidad. Ser cristiano en España antes venía de serie –como el color del pelo, la altura y otras cuestiones contra las que en principio no se puede luchar– y ahora es opcional. Que viniera de serie implica, como con los coches, poca confianza en la calidad del equipamiento –es decir, de tal identidad cristiana–: en cuanto se usa un poco, se rompe.

Las ofensas son ¿contra la persona o contra la identidad? ¿Es entonces la identidad una idea, un “constructo social”, o es, por el contrario, una realidad encarnada, descubierta, dada? ¿Es lo que es la persona? Si me puedo teñir el pelo, hacer crecer a mi hijo a base de hormonas, cambiar de sexo o implantarme todo tipo de «mejoras» (capilares, mamarias, dérmicas), ¿no será que puedo modificar mi persona y mi identidad? ¿No será que la persona es lo que es su identidad? Entonces la ofensa contra la persona o la identidad son la misma cosa.

Por eso tienen todas las de perder los ofendidos: ni derechos se les reconocen ya. Se les conmina, eso sí, a que re-construyan sus identidades de un modo más acorde a los tiempos que corren. Queda solo el miedo a ser señalados, como decíamos en un post anterior: señalados como las próximas víctimas de turno.

En cualquier caso, esto no debería significar que tomen el poder los ofendidos. Sería un franco despropósito, como cualquier legislador puede constatar, tratar de perseguir toda injuria y supuesto ataque contra la persona/identidad (ad personam) y poner entre rejas a todos los injuriadores e injuriadoras. La cosa es más complicada, pues la ley trata de defender no solo a la persona/identidad, o no en primer lugar, sino la convivencia de las personas: las sociedades. Cuando las sociedades se corresponden con facilidad con identidades, no hay problema. Defender entonces la sociedad era defender la identidad. El problema surge al vivir en sociedades en las que la ecuación sociedad/identidad no es tan evidente. Defender la sociedad y defender las identidades que las componen al mismo tiempo se convierte en un encaje de bolillos que han tratado de resolver comunitaristas y liberales. Al final se trata de poner vallas al campo y dejar que el campo siga siendo campo. Esto no quiere decir que crea imposible lograrlo. La historia de la cultura humana es un camino hecho sobre los cadáveres de los ofendidos. Todos sabemos cuál es el trato sórdido al que estamos llamados. ¿Seremos capaces de completar el trabajo iniciado hace 2000 años? 


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